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20 septiembre 2006

Fugaz

Ella, sentada justo frente a mí. Viajamos en el mismo colectivo, el 29, el de las 9:05, aunque nunca la había visto antes. Me acurruqué en ese lugar exclusivo para discapacitados (donde hay un símbolo amarillo pintado en el piso) y tuve toda su imagen sólo para mí. Ella había elegido el único asiento perpendicular a la dirección en que iba el colectivo. Detrás mío el sol entraba con furia y bañaba mi espalda y su cara, toda su existencia.

La miré. Debo decir que su remera a rayas negras horizontales sobre fondo blanco (como presa de algún tipo de seducción que ejercía involuntariamente, o no) y su escote particularmente abismal, me atraparon. Su ombligo expuesto, sus blue jeans, sus zapatillas blancas tipo botas, su tez muy blanca y su pelo castaño (aún mojado en las puntas), la mostraban inocente, virginal; eso agregado a su cómoda posición con las piernas cruzadas o flexionadas contra su pecho (según el momento y el objetivo), le daban un toque de despreocupado nerviosismo que me fascinaba.

Llegó el momento de las clásicas miradas y retiradas rítmicas (la miro, ella me mira, saco la mirada, ella saca la mirada, ad infinitum) como si nunca pudiéramos encontrarnos en ese instante en que los ojos de uno y los ojos de una se paralizan, se detienen en el espacio que los separa preguntándose por qué existe ese espacio, ese precipicio que era de aproximadamente 1,63 mts. pero que parecía imposible de atravesar.

Ella leía sus apuntes, deduje que estudiaba para un parcial cercano, y sin querer seguía mis miradas a todas partes (yo miraba el techo y ella hacía lo mismo, yo miraba el piso…). Se agachó para tomar su cartuchera que conservaba del colegio secundario y dejó su escote sin protección (lo hizo a propósito, estoy seguro, su secreta intención de atrapar a su presa, obnubilarme, enceguecerme y vulnerarme, básicamente). Un siniestro caballero observó lo mismo. ¡Que celoso me puse! “¡Ella es mía, no la mirés, desgraciado!”, pensé. Él la miraba con ojos libidinosos, con lujuria y perversión, eso me enajenaba. Ella se acomodó nuevamente en su posición standard y siguió estudiando.

Una señora la saludó con un beso, oí su voz y me transportó a otra parte. Ya tenía un panorama completo de quien era ella. Lo supe antes, cuando introdujo sus prolijas hojas en un folio con una dedicación y delicadeza que asombraban. Me la imaginé corriendo por los campos con un vestido largo peleando contra el viento, dejando atrás el trigo y la tormenta.

Faltaba poco para llegar a mi destino y la vi guardar sus cosas. Era posible que bajase en la misma parada que yo. Me acerqué a la puerta y esperé que ella hiciera lo mismo. Estornudó dos o tres veces y yo justo a su lado, decile salud, decile salud, decile salud, y no dije nada.

Me bajé resignado y solo, pensando que la vería en otro colectivo, otro día, pero todo sería diferente, una fugacidad, un instante en el vacío del tiempo.

1 Comments:

At 9/22/2006 9:20 a. m., Blogger Khristo said...

sin celos no hay tensión dramática!!
los celos tienen muy mala fama, pero muchas veces son inocentes...
en mi redacción vos tenés mucho que ver, gracias!

 

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